Los días antes al primer taller de yoga que di, la que iba a ser mi primera clase de cualquier cosa nunca, tenía taquicardia. El corazón me iba a mil, no conseguía dormir bien y soñaba con todo tipo de catástrofes que podían pasarme durante la clase.
Preparé dos talleres con todo mi cariño, con todo detalle. El día de los talleres, uno detrás de otro, tampoco lo pasé bien. Todo iba bien, la gente parecía contenta, pero no sentí que lo estaba disfrutando hasta que se tumbaron en Savasana y descansaron, ellos y yo. Por fin se había acabado.
Al salir todo el mundo me preguntaba que qué tal había ido, si lo había disfrutado. Y, con toda mi honestidad, dije que no, que había estado preocupada toda la clase por no olvidarme nada, por dejar suficiente tiempo para descansar, no ir demasiado rápido y que se me acabara la secuencia antes de lo planeado… Mil cosas podían salir mal, aunque ni una de ellas pasó.
Algo menos de un mes después empezaba a dar clases regulares todos los miércoles en el mismo sitio. A mi primera clase vino solo una persona. La dueña del estudio estaba preocupada por mí, por haberme traído solo una alumna. Pero yo me sentí tranquila: menos personas a las que poder decepcionar.
Lo curioso es que, hasta ese momento, ninguno de mis alumnos había tenido ninguna queja. Todo lo contrario, decían que les había gustado mucho la clase. Y yo me lo creí, porque lo veía en sus caras y me lo transmitían.
La segunda clase allí ya eran 6 personas. Y ese día empecé a disfrutar. Todas hablaban, nos reíamos ala vez, y yo estaba menos preocupada por hacer perfecta la secuencia, y más por hacer que ellas estuvieran cómodas, y yo también.
En la tercera de repente éramos 8, la clase estaba llena. Los nervios seguían de fondo, pero en mi cabeza iba cambiando la idea de “no disfruto esto como para dedicarme a ello” a “me lo estoy pasando bien y, además, me pagan por ello”.
Probablemente esté escribiendo esto para fijar la idea de que no es que no me guste, es que con tres clases todavía no me he hecho a ello, y la novedad siempre da nervios, incertidumbre, y todo tipo de pensamientos de boicot para que no salgas de tu zona de confort.
Probablemente el síndrome de la impostora, las dudas, los nervios y los miedos no se vayan a ir en un tiempo, pero es parte del proceso. De momento, me quedo con las sensaciones mías y de mis alumnos, sus palabras de amor y, sobre todo, su presencia en las siguientes clases.
Porque mientras sigan viniendo, será que las disfrutan, ¿no? Y quién soy yo para poner eso en duda.
Explora un espacio único donde el crecimiento personal se une al arte artesanal. Encuentra inspiración a través de reflexión, fotografía y herramientas transformadoras.